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viernes, 14 de junio de 2013

ENTERRARLA, TAMBIÉN... Por Begoña Leonardo

 



"NUNCA SE SEPARABA DE ELLA. SEGURO QUE LE GUSTARÁ CONSERVARLA".

   La carta era breve, salvo las condolencias y las disculpas, poco más. Con estas palabras, el ejército pretendía zanjar el inoportuno trance, de entregar un objeto personal que había quedado extraviado y que después de seis meses, llegaba a casa como una bala, directa al corazón.
-Es que, el ejército es un ente sin sentimientos, me dijo la psicóloga...

Recuerdo el día que la compramos, era sábado, llovía, parecía que el cielo fuera a atraparnos. Con unos auriculares amarillos, intentabas evitarme. Me daba igual, yo sólo quería compartir con el hijo más guapo del mundo aquella mañana infernal, pero maravillosa. Era mi oportunidad, quería pedirte que te vinieras a vivir conmigo; iba a dejar a tu padre.
Me sentía tan bien, tan orgullosa mirándote, contemplando cómo habías cambiado cómo te estabas convirtiendo en un hombre. Tú, ajeno a mis cavilaciones, sólo estabas preocupado del móvil, de la marca de esto o aquello; no te interesaba lo más mínimo de dónde salía el dinero que llevaba en la cartera, de cuántas noches pasaba en vela, de lo envejecida que se me veía, cuando sin maquillaje por las mañanas, apenas tenía la valentía de mirarme al espejo. Pero, todo me daba igual, todo eso carecía de importancia, iba del brazo de mi hijo, de compras, un sábado por la mañana. Sólo quería disfrutar esa maravillosa sensación, y creerme que de nuevo, tenías ocho años y yo era la mamá más buena, la más bonita. La mejor mamá.

Nada parecía cuadrar con tus gustos, con tu estilo. De repente, el objeto al que ahora me aferro, te cegó y no viste más. Esta gorra desgastada y sucia, esta gorra que ocultó tu herida, que acarició tu frente, que me consuela y que me defiende de la realidad... Es la misma por la que discutimos, la misma que me negué a comprarte, por cara y porque me parecía horrible, estrafalaria y muy difícil de combinar. Por eso nos enfadamos y saliste de la tienda como si te persiguiera el diablo.
Después de un rato, acuérdate, de caminar deprisa detrás de ti, conseguía alcanzarte y contarte que iba a dejar a tu padre. Que le iba a pedir el divorcio...
Aunque parecía que no lo habías encajado mal, me sentí culpable. Volví y te la compré. Era tal el capricho que le tenías, que me cogiste en brazos y me diste una vuelta en el aire.
  
   Me dicen que no me conviene, que debo enterrarla también, pero no voy a hacerlo. La llevaré siempre conmigo, aunque me provoque urticaria. Así, prendida en mi pecho.

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