Transcurridos poco más de tres años, parece obligado
reconocer que el premio Nobel de la Paz adjudicado a Obama en 2009,
pocos meses después de asumida la presidencia de EEUU, se fundamentó,
sobre todo, en que sus promesas electorales y los primeros pasos de su
mandato le hacían aparecer muy distinto a su predecesor. En realidad, se
presentaba ante el mundo como el anti-Bush por excelencia,
después de las nefastas repercusiones que la política exterior de George
W. Bush había dejado en amplias zonas del planeta, allí donde su
imprudencia y su criminal jactancia habían cubierto de sangre y ruinas
varios países.Los argumentos oficiales entonces difundidos por el
Instituto Nobel parecen hoy palabras sin sentido. Los “esfuerzos
extraordinarios para reforzar la diplomacia internacional y la
cooperación entre los pueblos” palidecen ante las realidades prácticas
de la política imperial, cuando con un asalto aéreo viola impunemente la
soberanía de un Estado (Pakistán) para asesinar a un terrorista (Ben
Laden), o ataca desde las alturas, con los ya habituales drones, todo lo que parezca sospechoso de terrorismo en cualquier parte del mundo.
Hizo bien Obama en reconocer, en el discurso de aceptación del
premio, que “comparado con algunos de los gigantes de la Historia que
han recibido este premio -Luther King o Mandela-, mis logros son
mínimos”. Y éstos se reducirían aún más al quedar patente, al paso del
tiempo, su incapacidad para cumplir la promesa de cerrar de modo
definitivo la ignominia de Guantánamo, o de encarrilar el conflicto
israelo-palestino, que claramente ha superado sus capacidades personales
y ha puesto de manifiesto sus limitaciones.
Ante el nuevo proceso electoral para determinar quién será el futuro
presidente de EE.UU., y aun sabiendo que al Obama de hoy poco le queda
de aquel candidato ilusionante que encandiló al mundo en 2008, parece
cobrar fuerza, fuera de EEUU, la impresión de que Obama se presenta de
nuevo como un “anti”, el anti-Romney, el que evitará al mundo
la vergüenza de que el único imperio realmente existente y operante como
tal pueda ser gobernado por los ideólogos de una extrema derecha que
creció y se fortaleció durante la era de Bush. Pensar que en la Casa
Blanca podrían ejercer como asesores de la nueva presidencia algunos
notorios miembros del Tea Party o fieles seguidores de la inigualable Sarah Palin extiende por el mundo estremecimientos de terror.
Pero ¿existen realmente diferencias entre ambos candidatos en lo que
se refiere a política exterior, que es lo que más nos interesa a los que
observamos este proceso electoral desde fuera de las fronteras del
Imperio? Si hay que creer lo que proclamaron en el último debate ambos
candidatos, la conclusión no puede ser menos esperanzadora. Intentando
ridiculizar a su contrincante, Obama interpeló a Romney de este modo:
“Gobernador, usted dice las mismas cosas que decimos nosotros, pero las
dice gritando más”. ¡Las mismas cosas! Veamos algunas: ambos siguen
deseando que EE.UU. imponga al mundo la democracia por la fuerza, aunque
sea mediante drones; ambos ignoran por igual la situación del
pueblo palestino y respetan, también por igual, todo lo que decida el
Gobierno israelí. Ambos amenazan a Irán, sin detenerse a analizar, con
cuidado y sin los habituales fanatismos, el verdadero fondo de este
problema. Ninguno dice qué va a hacer con Guantánamo. La lista podría
ampliarse.
La realidad es que Obama, en cuestiones de política exterior, apenas
ha dejado a su derecha espacio político para que se muevan a gusto
Romney y los suyos. El discurso de ambos candidatos es casi el mismo. Es
probable que la ironía presidencial le haya reportado ciertas simpatías
entre sus seguidores, como cuando replicó a Romney, que tontamente le
reprochaba que “la Armada de EEUU tiene hoy menos buques que en 1916″,
diciendo que “también hay menos caballos y menos bayonetas”. Pero frases
como ésta no pasan de ser un inútil desahogo verbal.
El mecanismo electoral estadounidense no es mejor que lo que de él se
copia en otras partes. Hay que recaudar millones de dólares como
condición previa a la candidatura, manipular la televisión con mensajes
primitivos y desdeñables (a veces, simples calumnias), contratar
asesores de imagen y someterse ciegamente a ellos, y cumplir con unos
ritos que con toda seguridad, si hacen cambiar de opinión a alguien,
poco tendrá esto que ver con el programa político presentado. Programa
que, por otra parte, pocos creen que se llegue a cumplir según se
expone.
En las últimas horas de campaña, los cuatro candidatos principales y
sus seguidores se esforzarán por arrancar votos: no cualesquiera, sino
aquellos que los analistas electorales consideren imprescindibles para
inclinar la balanza a su favor. Los ciudadanos de un Estado dado pueden
ser ignorados, porque no es decisivo; pero los de otro Estado serán
cultivados y engañados, porque allí están los votos críticos que otorgan
la victoria.
Así están las cosas. Pero no conviene asustarse ni indignarse por
ello. Tampoco la alabada democracia griega era un ejemplo luminoso de lo
más deseable. Quizá convenga echar mano de un viejo refrán español:
“Del mal, el menos”. Que gane Obama, pues, a pesar de todo.
REPUBLICA.COM
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