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lunes, 7 de octubre de 2013

PARÍS ERA UNA MIERDA POR JOSÉ ABDÓN FLORES


En el corazón de París, cerca del metro Châtelet y en dirección de la rue de Rivoli, hay una tienda en cuyo aparador se pueden ver decenas de ratas disecadas. Están en todo tipo de posturas: paradas en dos patas, comiendo, trepando por las paredes, peleando entre ellas, ahorcadas… Se trata de una tienda de control de plagas, una tienda tan vieja como sólo en los barrios viejos de París se pueden encontrar. Por supuesto, esa parte de la ciudad ya no es precisamente antigua, y la tienda de las ratas disecadas es como una pila de basura en medio de un prado bien cuidado.
Siempre que pasaba por ahí me detenía a contemplar el espectáculo escatológico de la taxidermia. En la parte alta de la vitrina, como si fueran estandartes, pendían algunas pieles de roedores. Las ratoneras y demás productos de exterminio apenas destacaban entre la singular publicidad que, no me cabía duda, ahuyentaba a más de uno. De hecho, tenía la impresión de que el negocio debía de contar con pocos clientes. Viejos harapientos para quienes aquella tienda representaba la solución a un problema cotidiano. Más de una oca­sión había estado tentado a entrar; pero al no tener un motivo genuino para hacerlo, había desistido. Y aquella boutique de exterminio se me volvió con el tiempo un símbolo arcano de París.
En ese entonces, mi vida en la ciudad luz la solventaba traduciendo textos técnicos para una empresa farmacéutica. La paga era buena y el trabajo poco, de modo que me quedaban muchas horas de ocio, tantas que más bien parecía estar desempleado. Mi compañera esto siempre me lo echaba en cara.
–Deberías buscar otro trabajo. Un segundo ingreso no nos vendría mal. Podríamos cambiarnos a un departamento más grande. ¡Cuando yo vivía en Lisboa…!
Marcia era lisboeta y se jactaba de haber vivido en un piso tan amplio que incluso se podía jugar al badmington. Así era Marcia, como la mayoría de los portu­gueses de París: exagerada y parlanchina. Tenía un empleo de medio tiempo dando clases de portugués en el Instituto Camoes, aunque su verdadera pasión era la poesía. Evocaba de memoria poemas íntegros de Pessoa, de Antero de Quental y de Mário de Sá Carneiro, uno de tantos escritores que se suicidó en Pa­rís. El sueño de Marcia era publicar sus propios poemas en una edición bilingüe y empezar a codearse con la elite, primero francesa luego europea y eventualmente mundial, de los grandes poetas. Sin embargo escribía poco, casi nada; en cambio, era una conversadora infatigable, de esas personas que una vez tocado un tema no lo dejan hasta secarlo. Y cuando hablaba de poesía, sus aceitunados ojos ver­des brillaban con un destello que rayaba en la demencia. Nada le gustaba más que hablar de poesía, a la que tenía como el arte más alto de todos, un elixir des­tinado sólo a unos pocos. Ella, por supuesto, se consideraba dentro de ese privile­giado grupo. A menudo me preguntaba cómo serían sus clases de portugués, quizá se perdía en excéntricas divagaciones ante un grupo de alumnos atónitos que veían en ella la sombra del desquicio. Seguramente el hecho de que tras cuatro años en el Camoes siguiera con medio tiempo se debía a esa locuacidad incon­trolable.
Cuando iniciaba una de sus peroratas, yo me levantaba, cogía un libro y me encerraba en el baño, el único lugar donde se podía estar solo en ese piso que, como ella afirmaba, era una jaula para loros. A mí también me habría gustado mudarme, vivir en un sitio más amplio donde tuviera privacidad, pero con la intransigencia inmobiliaria de París ni con un segundo sueldo habría­mos podido pagar un apartamento como el que anhelábamos. La única opción habría sido irnos a los suburbios, tomar el tren de cercanías y abandonar París, cosa que por entonces ninguno de los dos parecía dispuesto a emprender. Y ahí seguíamos, en aquel sexto piso de la rue Clignancourt que todas las mañanas nos entregaba un panorama de techos de caliza negra donde el sol no reverberaba.
A diferencia de Marcia que pasaba su tiempo libre discurriendo con sus ami­gos en los cafés, yo lo dedicaba a leer y dar largos paseos por el barrio. No bien terminaba de traducir, guardaba todo, tomaba un libro y salía a la calle para despejarme. Por lo regular subía la colina hacía Montmartre y me sentaba a leer en el parque que está a espaldas de la basílica. Por algún motivo, los turistas ahí no llegaban, y el parque se volvía un lujo de tranquilidad.
Durante dos veranos había mantenido aquella rutina de lecturas; de hecho, desde que estaba con Marcia, pues tras su llegada mi exigua biblioteca se había quintuplicado. Y es que la bella portuguesa de tan fácil hablar arrastraba en su periplo varias cajas de libros, no sólo en portugués sino también en español y al­gunos otros en inglés. Fue necesario comprar un librero más grande que el mío para acomodar aquellos volúmenes por los que ella sentía una profunda ve­neración. Era lo que más cuidaba, sobre todo su colección de poesía. Si la bibliofi­lia existe, Marcia era una practicante excepcional.
A los pocos días de empezar nuestra vida en común, durante una charla post–sexo, Marcia ponderaba por media hora ya lo hermoso que le parecía París. Exaltaba lo inagotable de su ambiente, la inspiración que le inyectaban sus calles, sus cafés, sus museos, una sangre nueva, vida pura y destilada para perdurar mil años… Yo la escuchaba adormilado, complacido y satisfecho por el placer que había sacado de su cuerpo, de modo que sus palabras me parecían el arrullo del viento al rozar los árboles. En un momento dado, cuando advirtió mi indiferente ensoñación, Marcia se incorporó de golpe y, desnuda, se plantó frente al librero. Hurgó con delicadeza un poco aquí y otro poco allá entre los libros.
–¡Tienes que leerlo! –volvió a la cama diciendo mientras me entregaba un libro color ámbar.– Hemingway. A París sin Hemingway no lo puedes entender. ¡Ten! Es tu tarea.
Tomé el libro, y pasé sus hojas resecas y amarillentas.
–Es muy viejo –le dije al notar que el empastado tenía los cantos carcomi­dos.
–¿Y qué esperabas? Hemingway lo escribió hace décadas.
–Muy graciosa.
Puse el libro en el piso y apagué la lámpara. La voz de Marcia siguió mo­liendo el silencio en la oscuridad de la noche, pero esa vez yo estaba exhausto y no tardé en dormirme.
Leí el libro de Hemingway en el parque de Montmartre; de hecho, fue de los primeros que leí en aquel favorable entorno. A diferencia de Marcia para quien el libro era una Biblia sobre la ciudad, yo no pude sino concluir que el París de Hemingway había desaparecido hacía mucho tiempo. Se trataba de un París nim­bado por un aura de romanticismo en el que la pobreza generaba felicidad como hoy genera desconsuelo; un París donde cohabitaba una pléyade de artistas que serían los grandes del futuro. Nada de eso tenía que ver con la turbulenta y mez­quina ciudad actual, invadida de inmigrantes y problemas, en la que estábamos viviendo. Si acaso, llegué a pensar mientras leía el libro, una imagen que perdu­raba de ese París bohemio en el que había vivido Hemingway, era la tienda cerca de Châtelet donde las ratas estaban disecadas. Por ahí, en efecto, el tiempo no había pasado.
Una mañana estival, cálida como lo había sido ese verano, estábamos desayu­nando cuando Marcia dio un grito escalofriante. Acostumbrado cada vez más a sus incongruencias, no me molesté en preguntarle de inmediato qué le sucedía. Espantada, se había llevado ambas manos a la boca y miraba con ojos desorbita­dos hacia el piso. Por vez primera desde que estábamos juntos, parecía incapaz de hablar. Cuando al fin pregunté lo que le pasaba, señaló con mano temblo­rosa la parte baja de la estufa. Miré en esa dirección sin advertir nada.
–¿Y bien? –la interpelé irónico– ¿Cuál es el asombro?
Por toda respuesta, emitió con voz sofocada la palabra ‘cafard’.
No tenía idea de lo que se traía entre manos. Me disponía a seguir desayu­nando cuando gritó de nuevo. Miré hacia el suelo, y entonces pude distinguir el motivo de su espanto. Por debajo de la estufa sobresalían dos largas antenas par­das que se movían rítmicamente; un sonido como si rasgaran papel derivaba del mosaico. Era una cucaracha que seguramente estaba desovando. En parte com­prendía la desolación de Marcia, la cocina estaba tan cerca de nuestro dormitorio que si no hacíamos algo, en cuestión de días conviviríamos muy de cerca con la progenie de aquel bicho.
Marcia fue al baño y empezó a vomitar. Yo dejé mi desayuno, cogí mis co­sas y salí rumbo a la empresa farmacéutica donde tenía que recoger un cheque; en el camino ya pensaría una solución. Me disponía a cerrar la puerta cuando Marcia me alcanzó; quería acompañarme, no deseaba quedarse sola. Bajamos la escalera en completo silencio, al parecer mi compañera había alcanzado el estado de shock. Después de todo, las cucarachas tenían algún beneficio, pensé sádicamente mientras descendíamos los seis pisos de escaleras. Su mutismo se prolongó en la calle, y durante el trayecto en el metro; tanto permaneció sin decir palabra que lle­gué a pensar que en verdad había perdido el habla por la impresión. Existe gente muy sensible, como Marcia que adoraba la poesía…
Camino de regreso, propuse a Marcia detenernos en un lugar que conocía y donde nos podrían ayudar a resolver la eventualidad de la plaga.
–¿De veras? –fueron sus primeras palabras desde el desayuno– ¿De ver­dad sabes dónde hay un exterminador?
–Bueno, no sé si se llaman así, pero algo ha de hacer…
–¡Vamos rápido! Cuanto antes acabemos con esto, mejor. Una vez, en Lisboa…
Marcia había vuelto, se había extraviado tres horas en el limbo del silencio pero estaba de regreso. Por un instante ponderé la conveniencia de deshacerme de lo único que hasta entonces había logrado que mi novia permaneciera tran­quila. Aunque la idea radical de convivir con los insectos más despreciados de to­dos, tampoco me seducía.
No bien llegamos a la tienda, Marcia gritó de nuevo, se llevó ambas manos a la boca y contempló con angustia el espectáculo de las ratas disecadas. La tomé del brazo para entrar pero se soltó; fuera de sí, se alejó por la calle hasta desapa­recer en la entrada del metro. Decididamente, pensé, quizá aquel no era lugar para la poesía. Tendría que ocuparme yo solo del asunto. En la empresa farma­céutica sólo me habían dado parte de mi paga, de manera que esperaba que la solución al problema, si es que la había, fuera práctica y barata.
Por vez primera desde que había descubierto la boutique de exterminio te­nía una razón genuina para entrar. Antes de hacerlo me vino a la mente la historia de Wells, ésa donde hay una juguetería que luego de recibir clientes desaparece. Dubitativo, cogí el pomo de bronce de la puerta y empujé. Un olor a productos químicos y a pieles secas hizo que me detuviera en el umbral. Frente a mí, atrás de un antiquísimo mostrador de madera, despachaba un hombre robusto y bar­bado, con aire de cazador. “Hemingway”, pensé embriagado por aquella pestilen­cia de sustancias tóxicas. El hombre me saludó con un vozarrón de huracán y una mirada retadora, fija y dura, digna de un verdugo. Ahora, el que se quedó sin habla fui yo. ¿En dónde me había metido? ¿Era acaso aquel uno de los accesos a las entrañas de París? Pensé en Marcia que instintivamente se había echado a correr al ver la tienda. Quizá ella sabía algo del lugar, algo que yo ignoraba y que era el motivo de su huida. A fin de cuentas, ella llevaba viviendo muchos años más que yo en la capital. El hombre que me recordaba a Hemingway habló de nuevo y me preguntó con menos brusquedad lo que deseaba. Pasé la mirada por el nutrido calidoscopio de potes y frascos a su espalda, un museo de la alquimia en el París del siglo XXI. A un lado suyo, una balanza granataria, unos plomos y otros adminí­culos antiguos completaban la decoración. Ya serenado, le dije a lo que iba.
Contra todo lo que yo esperaba, la transacción se llevó a cabo sin el menor percance. El hombre sacó de un cajón a su izquierda un frasco con polvo blanco, pesó una cierta cantidad, la puso en una bolsa de plástico, y me explicó:
–Ácido bórico. Ponga un poco donde ha visto las cucarachas o donde sospe­cha que están. Con esto será suficiente.
Pagué, y abandoné rápido la casa de exterminio, aunque su olor acre me seguiría punzando el cerebro durante días.
Ese verano había sido particularmente tórrido. Habíamos llegado a sobrepasar los 40 grados y tenido muy poca lluvia. El insensato enjambre de apartamentos que era París se había transformado en un panal de celdas térmicas donde sus inquili­nos se achicharraban lentamente. Las calles, siempre embarradas de mierda de perro y basura de todo tipo, comenzaban a destilar un tufo de putrefacción. Con seguridad era a causa de aquella decadencia urbana que nos habíamos plagado de cucarachas. Bien mirado, me extrañaba no haberlas tenido antes: a pocas cua­dras de nuestro domicilio, pasando el bulevar Barbés, comenzaba Chateau Rouge, reino de inmigrantes y mal vivientes donde la condición que imperaba era francamente insalubre. Era ahí donde se hallaba la rue Riquet, la calle más de­sastrada que hubiese visto en París, una serie de viviendas en ruina donde no pa­recía haber señal alguna de vida; algunos troncos de árboles secos y calcinados eran la patética prueba de ello. Con tales fronteras, no era raro hospedar en casa alguna plaga.
Al principio consideré la solución del ácido bórico insuficiente. Pese a que había procedido como el hombre que me recordaba a Hemingway me había dicho, los primeros días, sobre todo por la noche, podíamos escuchar los cobrizos cuer­pos de los insectos arrastrarse por la duela. Esto Marcia no lo toleró mucho tiempo; cuando aquellos rasguños ásperos se escucharon muy cerca de donde dormíamos, Marcia, desesperada aunque impotente, encendió la luz y se puso a hacer guardia. Una iniciativa estéril que la llevó a determinar que para ella lo mejor sería dormir en otra parte. Durante una semana se fue a vivir con una prima suya en Gallieni, otro de los tantos barrios sin gloria de la capital. Lo que ni ella ni yo sabíamos entonces era que el veneno de boro estaba dando resultado, y aquellos escarceos nocturnos eran en realidad el éxodo de los insectos moribundos.
Una de esas noches en las que Marcia no estaba, el ajetreo de una cucara­cha agonizante fue tan escandaloso que me despertó. La quebradiza forma se debatía con furia en la oscuridad; daba la impresión de que deseaba desplegar las alas sin conseguirlo. Las moléculas de ácido bórico habían penetrado en su sis­tema de linfa volviendo inútil todo esfuerzo. Encendí la luz cuando el bicho infecto daba sus últimos espasmos. Su agonía lo había llevado a caer en uno de los ana­queles del librero. Sobre los adorados libros de poesía de Marcia, una enorme cu­caracha, como no había visto ni en los trópicos, movía las angulosas patas y re­torcía las antenas. Su mera talla me espantó. ¿Existían las cucarachas reina? De ser así, le habíamos dado un buen golpe a la colonia que al parecer albergába­mos. Tal vez debía volver a la casa de exterminio y hablar más ampliamente con su dueño; nuestro asunto parecía peor que tener termitas.
Durante aquella semana canicular las noches se habían vuelto tan calientes como los días. Lo mejor era dormir desnudo, sólo cubierto por una sábana. En la noche infernal de París, sudoroso y desvelado, saqué los dos gruesos libros sobre los que había sucumbido el descomunal insecto. Fui a la cocina y eché el despojo de queratina aquél en la bolsa de basura. Aún siguió moviéndose por un tiempo, o era mi imaginación febril que reproducía en el desvelo aquellas patéticas reverbe­raciones. Finalmente, hacia la madrugada, se instaló un silencio como hacía se­manas no habíamos tenido. Envuelto en aquel manto de serenidad y fatigado por la mala noche, acabé por dormirme.
Días después, en pleno agosto, el tiempo de las vacaciones llegó para Marcia y ni qué decir para mí: la empresa farmacéutica cerró su planta por manteni­miento anual, de modo que durante un mes me vería sin trabajo y sin ingresos. Iniciábamos el tercer año de nuestra relación y Marcia decidió que debíamos cele­brarlo yéndonos de vacaciones. Pasar meses sin abandonar París podía enloque­cer a cualquiera; además, la reciente experiencia con las cucarachas aún estaba latente. Antes de partir empolvaríamos el apartamento con ácido bórico para ase­gurarnos de que ni un ácaro quedara vivo. En tanto, gozaríamos de un ambiente por completo distinto a la viciada cúpula de hedor en la que se había convertido la ciudad luz.
Insistí en volver a la boutique de exterminio para encargarme de todo, pero Marcia, haciendo un notable esfuerzo financiero, echó mano de sus preciados ahorros y pagó un servicio profesional de exterminio, de ésos donde un hombre vestido como astronauta fumiga hasta el último resquicio una vivienda. Al vol­ver, tendríamos un hogar aséptico, prácticamente estéril, y no habría necesidad de acudir a aquel siniestro agujero de las ratas –así lo consideraba Marcia–, de donde segura­mente provenían todas las plagas. Su iniciativa me pareció una clara pérdida monetaria pues creía firmemente que el remedio que habíamos empleado había surtido efecto. Pero Marcia fue inflexible, deseaba un lugar pulcro, sin alimañas de ninguna índole ni remedios brujos para aniquilarlas.
Una bochornosa mañana de agosto abandonamos París en dirección del sur. Marcia, que desde el aciago incidente había aprendido a hablar menos, iba muy tranquila mirando por la ventanilla del tren los incontables edificios que dejá­bamos atrás. De toda aquella experiencia conservaba una cosa más: un asco persistente que la hacía ir a vomitar en los momentos más inesperados, así que en el tren iba casi inmóvil, con las manos empalmadas sobre el vientre como si intentara controlar el impulso de sus intestinos.
Yo, en cambio, había heredado de todo aquello la visión nítida de la cucara­cha descomunal que aleteaba y pataleaba sin sentido sobre los libros de Marcia. Y no podía dejar de pensar que ni el exterminador más moderno de Francia habría podido con semejante bestia. De ahí, mi pensamiento se trasladaba a la tienda de las ratas disecadas y su eficaz dependiente que había conservado los secretos más antiguos y eficientes para contener la plaga.


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