En el corazón de París, cerca del
metro Châtelet y en dirección de la rue de Rivoli, hay una tienda en
cuyo aparador se pueden ver decenas de ratas disecadas. Están en todo
tipo de posturas: paradas en dos patas, comiendo, trepando por las
paredes, peleando entre ellas, ahorcadas… Se trata de una tienda de
control de plagas, una tienda tan vieja como sólo en los barrios viejos
de París se pueden encontrar. Por supuesto, esa parte de la ciudad ya no
es precisamente antigua, y la tienda de las ratas disecadas es como una
pila de basura en medio de un prado bien cuidado.
Siempre que pasaba por ahí me
detenía a contemplar el espectáculo escatológico de la taxidermia. En la
parte alta de la vitrina, como si fueran estandartes, pendían algunas
pieles de roedores. Las ratoneras y demás productos de exterminio apenas
destacaban entre la singular publicidad que, no me cabía duda,
ahuyentaba a más de uno. De hecho, tenía la impresión de que el negocio
debía de contar con pocos clientes. Viejos harapientos para quienes
aquella tienda representaba la solución a un problema cotidiano. Más de
una ocasión había estado tentado a entrar; pero al no tener un motivo
genuino para hacerlo, había desistido. Y aquella boutique de exterminio
se me volvió con el tiempo un símbolo arcano de París.
En ese entonces, mi vida en la
ciudad luz la solventaba traduciendo textos técnicos para una empresa
farmacéutica. La paga era buena y el trabajo poco, de modo que me
quedaban muchas horas de ocio, tantas que más bien parecía estar
desempleado. Mi compañera esto siempre me lo echaba en cara.
–Deberías buscar otro trabajo. Un
segundo ingreso no nos vendría mal. Podríamos cambiarnos a un
departamento más grande. ¡Cuando yo vivía en Lisboa…!
Marcia era lisboeta y se jactaba
de haber vivido en un piso tan amplio que incluso se podía jugar al
badmington. Así era Marcia, como la mayoría de los portugueses de
París: exagerada y parlanchina. Tenía un empleo de medio tiempo dando
clases de portugués en el Instituto Camoes, aunque su verdadera pasión
era la poesía. Evocaba de memoria poemas íntegros de Pessoa, de Antero
de Quental y de Mário de Sá Carneiro, uno de tantos escritores que se
suicidó en París. El sueño de Marcia era publicar sus propios poemas en
una edición bilingüe y empezar a codearse con la elite, primero
francesa luego europea y eventualmente mundial, de los grandes poetas.
Sin embargo escribía poco, casi nada; en cambio, era una conversadora
infatigable, de esas personas que una vez tocado un tema no lo dejan
hasta secarlo. Y cuando hablaba de poesía, sus aceitunados ojos verdes
brillaban con un destello que rayaba en la demencia. Nada le gustaba más
que hablar de poesía, a la que tenía como el arte más alto de todos, un
elixir destinado sólo a unos pocos. Ella, por supuesto, se consideraba
dentro de ese privilegiado grupo. A menudo me preguntaba cómo serían
sus clases de portugués, quizá se perdía en excéntricas divagaciones
ante un grupo de alumnos atónitos que veían en ella la sombra del
desquicio. Seguramente el hecho de que tras cuatro años en el Camoes
siguiera con medio tiempo se debía a esa locuacidad incontrolable.
Cuando iniciaba una de sus
peroratas, yo me levantaba, cogía un libro y me encerraba en el baño, el
único lugar donde se podía estar solo en ese piso que, como ella
afirmaba, era una jaula para loros. A mí también me habría gustado
mudarme, vivir en un sitio más amplio donde tuviera privacidad, pero con
la intransigencia inmobiliaria de París ni con un segundo sueldo
habríamos podido pagar un apartamento como el que anhelábamos. La única
opción habría sido irnos a los suburbios, tomar el tren de cercanías y
abandonar París, cosa que por entonces ninguno de los dos parecía
dispuesto a emprender. Y ahí seguíamos, en aquel sexto piso de la rue
Clignancourt que todas las mañanas nos entregaba un panorama de techos
de caliza negra donde el sol no reverberaba.
A diferencia de Marcia que pasaba
su tiempo libre discurriendo con sus amigos en los cafés, yo lo
dedicaba a leer y dar largos paseos por el barrio. No bien terminaba de
traducir, guardaba todo, tomaba un libro y salía a la calle para
despejarme. Por lo regular subía la colina hacía Montmartre y me sentaba
a leer en el parque que está a espaldas de la basílica. Por algún
motivo, los turistas ahí no llegaban, y el parque se volvía un lujo de
tranquilidad.
Durante dos veranos había
mantenido aquella rutina de lecturas; de hecho, desde que estaba con
Marcia, pues tras su llegada mi exigua biblioteca se había
quintuplicado. Y es que la bella portuguesa de tan fácil hablar
arrastraba en su periplo varias cajas de libros, no sólo en portugués
sino también en español y algunos otros en inglés. Fue necesario
comprar un librero más grande que el mío para acomodar aquellos
volúmenes por los que ella sentía una profunda veneración. Era lo que
más cuidaba, sobre todo su colección de poesía. Si la bibliofilia
existe, Marcia era una practicante excepcional.
A los pocos días de empezar
nuestra vida en común, durante una charla post–sexo, Marcia ponderaba
por media hora ya lo hermoso que le parecía París. Exaltaba lo
inagotable de su ambiente, la inspiración que le inyectaban sus calles,
sus cafés, sus museos, una sangre nueva, vida pura y destilada para
perdurar mil años… Yo la escuchaba adormilado, complacido y satisfecho
por el placer que había sacado de su cuerpo, de modo que sus palabras me
parecían el arrullo del viento al rozar los árboles. En un momento
dado, cuando advirtió mi indiferente ensoñación, Marcia se incorporó de
golpe y, desnuda, se plantó frente al librero. Hurgó con delicadeza un
poco aquí y otro poco allá entre los libros.
–¡Tienes que leerlo! –volvió a la
cama diciendo mientras me entregaba un libro color ámbar.– Hemingway. A
París sin Hemingway no lo puedes entender. ¡Ten! Es tu tarea.
Tomé el libro, y pasé sus hojas resecas y amarillentas.
–Es muy viejo –le dije al notar que el empastado tenía los cantos carcomidos.
–¿Y qué esperabas? Hemingway lo escribió hace décadas.
–Muy graciosa.
Puse el libro en el piso y apagué
la lámpara. La voz de Marcia siguió moliendo el silencio en la
oscuridad de la noche, pero esa vez yo estaba exhausto y no tardé en
dormirme.
Leí el libro de Hemingway en el
parque de Montmartre; de hecho, fue de los primeros que leí en aquel
favorable entorno. A diferencia de Marcia para quien el libro era una
Biblia sobre la ciudad, yo no pude sino concluir que el París de
Hemingway había desaparecido hacía mucho tiempo. Se trataba de un París
nimbado por un aura de romanticismo en el que la pobreza generaba
felicidad como hoy genera desconsuelo; un París donde cohabitaba una
pléyade de artistas que serían los grandes del futuro. Nada de eso tenía
que ver con la turbulenta y mezquina ciudad actual, invadida de
inmigrantes y problemas, en la que estábamos viviendo. Si acaso, llegué a
pensar mientras leía el libro, una imagen que perduraba de ese París
bohemio en el que había vivido Hemingway, era la tienda cerca de
Châtelet donde las ratas estaban disecadas. Por ahí, en efecto, el
tiempo no había pasado.
Una mañana estival, cálida como lo
había sido ese verano, estábamos desayunando cuando Marcia dio un
grito escalofriante. Acostumbrado cada vez más a sus incongruencias, no
me molesté en preguntarle de inmediato qué le sucedía. Espantada, se
había llevado ambas manos a la boca y miraba con ojos desorbitados
hacia el piso. Por vez primera desde que estábamos juntos, parecía
incapaz de hablar. Cuando al fin pregunté lo que le pasaba, señaló con
mano temblorosa la parte baja de la estufa. Miré en esa dirección sin
advertir nada.
–¿Y bien? –la interpelé irónico– ¿Cuál es el asombro?
Por toda respuesta, emitió con voz sofocada la palabra ‘cafard’.
No tenía idea de lo que se traía
entre manos. Me disponía a seguir desayunando cuando gritó de nuevo.
Miré hacia el suelo, y entonces pude distinguir el motivo de su espanto.
Por debajo de la estufa sobresalían dos largas antenas pardas que se
movían rítmicamente; un sonido como si rasgaran papel derivaba del
mosaico. Era una cucaracha que seguramente estaba desovando. En parte
comprendía la desolación de Marcia, la cocina estaba tan cerca de
nuestro dormitorio que si no hacíamos algo, en cuestión de días
conviviríamos muy de cerca con la progenie de aquel bicho.
Marcia fue al baño y empezó a
vomitar. Yo dejé mi desayuno, cogí mis cosas y salí rumbo a la empresa
farmacéutica donde tenía que recoger un cheque; en el camino ya pensaría
una solución. Me disponía a cerrar la puerta cuando Marcia me alcanzó;
quería acompañarme, no deseaba quedarse sola. Bajamos la escalera en
completo silencio, al parecer mi compañera había alcanzado el estado de shock.
Después de todo, las cucarachas tenían algún beneficio, pensé
sádicamente mientras descendíamos los seis pisos de escaleras. Su
mutismo se prolongó en la calle, y durante el trayecto en el metro;
tanto permaneció sin decir palabra que llegué a pensar que en verdad
había perdido el habla por la impresión. Existe gente muy sensible, como
Marcia que adoraba la poesía…
Camino de regreso, propuse a
Marcia detenernos en un lugar que conocía y donde nos podrían ayudar a
resolver la eventualidad de la plaga.
–¿De veras? –fueron sus primeras palabras desde el desayuno– ¿De verdad sabes dónde hay un exterminador?
–Bueno, no sé si se llaman así, pero algo ha de hacer…
–¡Vamos rápido! Cuanto antes acabemos con esto, mejor. Una vez, en Lisboa…
Marcia había vuelto, se había
extraviado tres horas en el limbo del silencio pero estaba de regreso.
Por un instante ponderé la conveniencia de deshacerme de lo único que
hasta entonces había logrado que mi novia permaneciera tranquila.
Aunque la idea radical de convivir con los insectos más despreciados de
todos, tampoco me seducía.
No bien llegamos a la tienda,
Marcia gritó de nuevo, se llevó ambas manos a la boca y contempló con
angustia el espectáculo de las ratas disecadas. La tomé del brazo para
entrar pero se soltó; fuera de sí, se alejó por la calle hasta
desaparecer en la entrada del metro. Decididamente, pensé, quizá aquel
no era lugar para la poesía. Tendría que ocuparme yo solo del asunto. En
la empresa farmacéutica sólo me habían dado parte de mi paga, de
manera que esperaba que la solución al problema, si es que la había,
fuera práctica y barata.
Por vez primera desde que había
descubierto la boutique de exterminio tenía una razón genuina para
entrar. Antes de hacerlo me vino a la mente la historia de Wells, ésa
donde hay una juguetería que luego de recibir clientes desaparece.
Dubitativo, cogí el pomo de bronce de la puerta y empujé. Un olor a
productos químicos y a pieles secas hizo que me detuviera en el umbral.
Frente a mí, atrás de un antiquísimo mostrador de madera, despachaba un
hombre robusto y barbado, con aire de cazador. “Hemingway”, pensé
embriagado por aquella pestilencia de sustancias tóxicas. El hombre me
saludó con un vozarrón de huracán y una mirada retadora, fija y dura,
digna de un verdugo. Ahora, el que se quedó sin habla fui yo. ¿En dónde
me había metido? ¿Era acaso aquel uno de los accesos a las entrañas de
París? Pensé en Marcia que instintivamente se había echado a correr al
ver la tienda. Quizá ella sabía algo del lugar, algo que yo ignoraba y
que era el motivo de su huida. A fin de cuentas, ella llevaba viviendo
muchos años más que yo en la capital. El hombre que me recordaba a
Hemingway habló de nuevo y me preguntó con menos brusquedad lo que
deseaba. Pasé la mirada por el nutrido calidoscopio de potes y frascos a
su espalda, un museo de la alquimia en el París del siglo XXI. A un
lado suyo, una balanza granataria, unos plomos y otros adminículos
antiguos completaban la decoración. Ya serenado, le dije a lo que iba.
Contra todo lo que yo esperaba, la
transacción se llevó a cabo sin el menor percance. El hombre sacó de un
cajón a su izquierda un frasco con polvo blanco, pesó una cierta
cantidad, la puso en una bolsa de plástico, y me explicó:
–Ácido bórico. Ponga un poco donde ha visto las cucarachas o donde sospecha que están. Con esto será suficiente.
Pagué, y abandoné rápido la casa de exterminio, aunque su olor acre me seguiría punzando el cerebro durante días.
Ese verano había sido
particularmente tórrido. Habíamos llegado a sobrepasar los 40 grados y
tenido muy poca lluvia. El insensato enjambre de apartamentos que era
París se había transformado en un panal de celdas térmicas donde sus
inquilinos se achicharraban lentamente. Las calles, siempre embarradas
de mierda de perro y basura de todo tipo, comenzaban a destilar un tufo
de putrefacción. Con seguridad era a causa de aquella decadencia urbana
que nos habíamos plagado de cucarachas. Bien mirado, me extrañaba no
haberlas tenido antes: a pocas cuadras de nuestro domicilio, pasando el
bulevar Barbés, comenzaba Chateau Rouge, reino de inmigrantes y mal
vivientes donde la condición que imperaba era francamente insalubre. Era
ahí donde se hallaba la rue Riquet, la calle más desastrada que
hubiese visto en París, una serie de viviendas en ruina donde no
parecía haber señal alguna de vida; algunos troncos de árboles secos y
calcinados eran la patética prueba de ello. Con tales fronteras, no era
raro hospedar en casa alguna plaga.
Al principio consideré la solución
del ácido bórico insuficiente. Pese a que había procedido como el
hombre que me recordaba a Hemingway me había dicho, los primeros días,
sobre todo por la noche, podíamos escuchar los cobrizos cuerpos de los
insectos arrastrarse por la duela. Esto Marcia no lo toleró mucho
tiempo; cuando aquellos rasguños ásperos se escucharon muy cerca de
donde dormíamos, Marcia, desesperada aunque impotente, encendió la luz y
se puso a hacer guardia. Una iniciativa estéril que la llevó a
determinar que para ella lo mejor sería dormir en otra parte. Durante
una semana se fue a vivir con una prima suya en Gallieni, otro de los
tantos barrios sin gloria de la capital. Lo que ni ella ni yo sabíamos
entonces era que el veneno de boro estaba dando resultado, y aquellos
escarceos nocturnos eran en realidad el éxodo de los insectos
moribundos.
Una de esas noches en las que
Marcia no estaba, el ajetreo de una cucaracha agonizante fue tan
escandaloso que me despertó. La quebradiza forma se debatía con furia en
la oscuridad; daba la impresión de que deseaba desplegar las alas sin
conseguirlo. Las moléculas de ácido bórico habían penetrado en su
sistema de linfa volviendo inútil todo esfuerzo. Encendí la luz cuando
el bicho infecto daba sus últimos espasmos. Su agonía lo había llevado a
caer en uno de los anaqueles del librero. Sobre los adorados libros de
poesía de Marcia, una enorme cucaracha, como no había visto ni en los
trópicos, movía las angulosas patas y retorcía las antenas. Su mera
talla me espantó. ¿Existían las cucarachas reina? De ser así, le
habíamos dado un buen golpe a la colonia que al parecer albergábamos.
Tal vez debía volver a la casa de exterminio y hablar más ampliamente
con su dueño; nuestro asunto parecía peor que tener termitas.
Durante aquella semana canicular
las noches se habían vuelto tan calientes como los días. Lo mejor era
dormir desnudo, sólo cubierto por una sábana. En la noche infernal de
París, sudoroso y desvelado, saqué los dos gruesos libros sobre los que
había sucumbido el descomunal insecto. Fui a la cocina y eché el despojo
de queratina aquél en la bolsa de basura. Aún siguió moviéndose por un
tiempo, o era mi imaginación febril que reproducía en el desvelo
aquellas patéticas reverberaciones. Finalmente, hacia la madrugada, se
instaló un silencio como hacía semanas no habíamos tenido. Envuelto en
aquel manto de serenidad y fatigado por la mala noche, acabé por
dormirme.
Días después, en pleno agosto, el
tiempo de las vacaciones llegó para Marcia y ni qué decir para mí: la
empresa farmacéutica cerró su planta por mantenimiento anual, de modo
que durante un mes me vería sin trabajo y sin ingresos. Iniciábamos el
tercer año de nuestra relación y Marcia decidió que debíamos celebrarlo
yéndonos de vacaciones. Pasar meses sin abandonar París podía
enloquecer a cualquiera; además, la reciente experiencia con las
cucarachas aún estaba latente. Antes de partir empolvaríamos el
apartamento con ácido bórico para asegurarnos de que ni un ácaro
quedara vivo. En tanto, gozaríamos de un ambiente por completo distinto a
la viciada cúpula de hedor en la que se había convertido la ciudad luz.
Insistí en volver a la boutique de
exterminio para encargarme de todo, pero Marcia, haciendo un notable
esfuerzo financiero, echó mano de sus preciados ahorros y pagó un
servicio profesional de exterminio, de ésos donde un hombre vestido como
astronauta fumiga hasta el último resquicio una vivienda. Al volver,
tendríamos un hogar aséptico, prácticamente estéril, y no habría
necesidad de acudir a aquel siniestro agujero de las ratas –así lo
consideraba Marcia–, de donde seguramente provenían todas las plagas.
Su iniciativa me pareció una clara pérdida monetaria pues creía
firmemente que el remedio que habíamos empleado había surtido efecto.
Pero Marcia fue inflexible, deseaba un lugar pulcro, sin alimañas de
ninguna índole ni remedios brujos para aniquilarlas.
Una bochornosa mañana de agosto
abandonamos París en dirección del sur. Marcia, que desde el aciago
incidente había aprendido a hablar menos, iba muy tranquila mirando por
la ventanilla del tren los incontables edificios que dejábamos atrás.
De toda aquella experiencia conservaba una cosa más: un asco persistente
que la hacía ir a vomitar en los momentos más inesperados, así que en
el tren iba casi inmóvil, con las manos empalmadas sobre el vientre como
si intentara controlar el impulso de sus intestinos.
Yo, en cambio, había heredado de
todo aquello la visión nítida de la cucaracha descomunal que aleteaba y
pataleaba sin sentido sobre los libros de Marcia. Y no podía dejar de
pensar que ni el exterminador más moderno de Francia habría podido con
semejante bestia. De ahí, mi pensamiento se trasladaba a la tienda de
las ratas disecadas y su eficaz dependiente que había conservado los
secretos más antiguos y eficientes para contener la plaga.
www.palabrasmalditas.net/portada/literatura/cuento/item/403-paris-era-una-mierda
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